jueves, 9 de abril de 2009

Abril.

¡Ay! Por fin estamos en abril. No sé por qué pero siempre ha sido este un mes realmente especial en la historia de mi vida (quizá porque a mi también me lo robaron alguna vez). Creo que es el punto de partida hacia una recuperación anímica. Es cuando siento que empiezo a levantar cabeza, a la otra etapa de mi distimia. Soy como las plantas que echan flores y parece que vuelven a la vida. No tiene nada que ver con que las cosas cambien o no. Todo sigue igual, pero las cosas se ven de otra manera, es una nueva perspectiva. Es importante este posicionamiento, porque la actitud positiva facilita el resurgir. (Sí, ya lo he escrito más de una vez; la angustia genera angustia, y el estado pesimista al final invade toda nuestra existencia) ¡Vaya!, nunca había caído en que la distimia es el ciclo de vida del ave Fénix, que arde y resurge de sus propias cenizas.
Pues eso, que abril tiene algo que no tienen otros meses. Es el mes de la Semana Santa. Esa trágica fiesta religiosa en que Jesús muere y resucita a los tres días; mira, como el ave Fénix... No me gustan demasiado las grandes celebraciones religiosas, sobre todo porque veo bastante hipocresía en la exaltación que se hace del sentimiento cristiano. Ese exceso de fervor me parece muchas veces una simple puesta en escena, que no digo yo que todo el mundo lo haga sin pensar, pero... Lo dejo, porque acabaría cayendo en contradicción. A mi también me cuesta muchas veces entender qué me ocurre con el Día de Castro (también en abril, claro), por qué me despierta esa emoción tan intensa, tanto, que me causa auténtico dolor no poder vivirlo. Dejémoslo en que no se puede explicar, se siente y punto, y ya puede uno saber muchísimo de historia y ser el más racional del mundo.
En fin, que si me tuviera que gustar alguna gran fiesta religiosa (al margen de Castro), me gustaría la Semana Santa. Lo cierto es que me da miedo, me estremecen sus acordes, me asustan sus rostros; pero adoro su patetismo, su sentimiento de dolor plasmado en la imagineria, la belleza de las procesiones, la capacidad de sacrificio que llega a implicar. Pura angustia que produce arte y deviene felicidad.

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