No sé si hay cielo o no. Nunca lo he sabido, nunca lo he tenido claro. Algunas veces he tenido incluso dudas. Sólo tengo claro que hay personas que nos dejan para siempre, que físicamente se van de nuestro lado y eso no tiene remedio, es así y punto.
Por supuesto que nunca salen de nuestra vida, permanecen en los recuerdos, en las fotografías, en las millones de sensaciones que nos despiertan cuando tocamos sus cosas, cuando los soñamos; en definitiva, si no queremos que nos abandonen nunca lo harán.
Desde que empecé a escribir en este medio nunca me había ocurrido tener que escribir de la muerte, al menos no directamente, no de la muerte de alguien en concreto.Pero la vida tiene estas cosas...
Vuelvo la vista atrás y rememoro los momentos, las circunstancias y las fechas en las que han ido falleciendo mis seres más cercanos. Soy capaz de reconstruir casi perfectamente cada uno de ellos, recuerdo hasta el más mínimo detalle, cómo eran las flores, mi ropa, la gente... prácticamente todo. No me sorprende en absoluto siempre he tenido una buena memoria fotográfica y más en estas ocasiones que me afectan sobremanera. Sin embargo, soy incapaz de recordar la cara y los gestos, sobre todo de mi abuelo porque su fallecimiento en 1989 ha sido uno de las situaciones más dolorosas, más tristes, más determinantes que han marcado mi vida. Hay un antes un después de ese momento, un cambio radical en mi carácter, en mi forma de ver la vida. A partir de entonces crecieron mis miedos, dejé de ser una niña para ser otra persona, una persona que se da cuenta de que esto de la vida va en serio, que no era lo que creía...
Desde entonces hasta hoy he tenido que vivir la despedida de mis dos tíos (1998 y 2006); tan jóvenes, tan trágicamente, tan injustamente... He sufrido su pérdida y he descubierto en mi madre cómo uno debe sobreponerse al inmenso dolor que siente, cómo la vida debe seguir, cómo hay que tenerles presentes y recordarles con una sonrisa, con alegría, como si siempre estén caminando a nuestro lado con su mano en nuestro hombro; pero no consigo aprenderlo del todo... únicamente sé que cuando sueño con alguno de ellos; muy, muy pocas veces; me despierto feliz, contenta de haber vivido ese momento. Quiero que ocurra más veces porque así están junto a mi.
En 2003 y casi sin ser consciente de ello por la distancia, mi abuela fue poco a poco apagándose. Se apagó ella y me consta que también un poco mi padre. Desde luego a él le afectó física y emocionalmente como a nadie esa muerte, a mi modo de ver. Alargar o mantener innecesariamente la vida de un ser querido cuando no hay retorno no hace más que aumentar el sufrimiento y el desgaste que supone tanta noche de hospital, tanta incertidumbre. No se me puede olvidar cómo Víctor nos preguntaba una y otra vez qué pasaba desde entonces, dónde se había ido y por qué no íbamos a ver nunca más a la abuela. Y en unos meses también perdimos a su perra, esa que tenía nuestros mismos apellidos, la que siempre le había cuidado y protegido desde que nació.
Ayer 18 de agosto de 2013, mi abuelo nos dejó. Nos dejó para descansar para siempre después de una vida plena, dura pero feliz. Hasta el último día ha sido consciente de que acababa, de que los 93 años pesaban, que había vivido lo suficiente y que había vivido lo mejor que ha podido. Se ha ido en calma, sin sufrir y sin hacer ruido. Quiero pensar que la tarde antes de morir sí escuchó a su biznieto llamarle abuo y fue feliz. Ahora tengo dos flores más que guardar en mi cajón de recuerdos.
No sé si hay cielo, pero si lo hay, seguro que están allí.
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