miércoles, 3 de diciembre de 2008

Nevando.

En estos días de frío, mucho frío y algo de nieve, me acuerdo de lo bien que lo pasabamos cuando eramos pequeños. Era lo mejor que podía pasar en todo el triste y aburrido invierno. Nos pasabamos el día viendo nevar, pero no desde la ventana de casa, sino desde la calle empapándonos de lo lindo. En cuanto veíamos caer un copo estabamos preparados para hacernos un trineo ¿pero qué eran esos trastos en los que nos montabamos? Nos hemos tirado por todas las cuestas del pueblo, y si nos las pisaban mucho ibamos a por agua para que durase el hielo. Creo que nos hemos tirado con sacos, con bolsas, con ruedas de neumático, con las chaquetas, incluso con un carrito de bebé que usaron Manés y Vero. La historia del carrito es genial. Recuerdo que por entonces comíamos Manés, Juanjo, Vero, Juan Luís y yo en casa de la abuela Perpe. Subimos al desván y encontramos nuestro gran trineo. Lo primero era sacarlo de la casa sin ser vistos. Difícil porque la abuela estaba al acecho, no nos quitaba un ojo de encima, normal con lo pieza que eramos... Bueno, el caso es que lo sacamos de allí. Entonces le quitamos las ruedas y conseguimos dejalo sólo con la base. Eran unos hierros imposibles en los que había que tratar de poner un freno. ¡Cómo era ese freno! una tabla enganchada con un alambrito, que se supone que al tirar raspaba el suelo, pero que no frenaba nada. El freno sólo servía para que el carri-neo diera una vueltas de campana impresionantes. Nos duró media tarde, o menos. Pero fue genial. Obviando las míticas guerras de bolas, que yo nunca logré compactar lo suficiente, el mejor fin de semana que recuerdo es uno en el que eramos un montonazo de gente haciendo competición de sacos en la cuesta del Ayuntamiento. En cada saco ibamos unos cuantos, el último empujaba y se tiraba a la brava sobre los demás. Aquellos sacos eran imposibles de manejar. Se torcían, dabán vueltas, no avanzaban...en fín un desastre. En una de estas carreras, justo en la que mejor ibamos el saco empezó a girar y yo que iba la última me partí la rabadilla contra un bordillo de la calle. ¡Qué dolor! Pero que risas. Me parece que el moratón me duró todo un mes, y la rabadilla ahí sigue, rota, pero como la de un 80% de la población, porque parece ser que es un hueso que se rompe muy fácilmente.

Ahora que ya no nieva como antes y que todo el mundo está deseando irse a esquiar, a mi no me apetece nada más que recordar mis inviernos de cuando eramos pequeños. Es que me gustan hasta los estilismos que nos ponían para que no nos mojáramos y no pasáramos frío. Mucho mejores que los impermeables, los térmicos, el gore-tex y todo lo que van inventando. Tampoco es eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero ese sí fue muy bueno...lo único malo es que nos faltaba Víctor.

Para que quede constancia de ello nada mejor que esta foto.

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